Hace un par de semanas, cuando por enésima vez intentaba ordenar el cuarto, me encontré con un folder con hojas varias, copias de libros y algunos textos que parecían ser inéditos. Supuse que serían los cuentos que mi hermana alguna vez prometió prestarme.
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Tomé uno, cuyo título me pareció simple y atrayente y comencé a leer. La narración era cálida y cercana, más la redacción no era propiamente la de una obra maestra, fue cuando me percaté que el relato, era parte de las tareas presentadas por los alumnos del taller literario al que Pedro asistió el año pasado.
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Sin importarme la procedencia, continué con la lectura, sus palabras habían empezado a mezclarse con mis emociones y la historia ya era mía. Un viaje directo a Tierra Encantada: Liverpool. Y es que, podría asegurar, que todo fan de los Beatles, por muy rudo que sea, guarda en un sitio recóndito, el romántico deseo de encontrarse cara a cara con el verdadero País de las Maravillas.
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Porque sin importar lo mucho que se lea, escuche, e informe de las cosas, siempre habrá aquellas que permanecerán inevitablemente, con un halo de mito, como un fragmento de ficción que se cree verídico por haber sido reproducido demasiadas veces.
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Y es que, sin darme cuenta, eso eran para mí los Beatles. Una serie ilustrada de crónicas sobre seres fantásticos, apenas más reales que licántropos, sirenas y unicornios. Hasta el pasado viernes.
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Honestamente pensé que no sería algo propiamente extraordiario, incluso mi asistencia al evento fue decidida prácticamente hasta el último segundo. Porque insisto, no se suponía que sería algo especial, las ganas apenas alcanzaban para si acaso ver la mitad del show.
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Pero salió él, la figura ilusoria, la leyenda de carne y hueso, el más que hombre, la granada que no podría manejar el soldado mejor entrenado. Era Paul, PAUL. Lo veía y escuchaba como tantas otras veces, y no podía dejar de repetirme -es real, ES REAL- en un vulgar intento por creerlo.
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Era Paul. El que se puso a trastocar cosas sencillas hasta hacerlas grandes. Era Paul. El jovencito que gesticulaba con los ojos muy abiertos frente a las cámaras en blanco y negro. Era Paul. El devoto enamorado de Linda. Era Paul. El compañero que vestía trajes irrisorios, que reía, que corría, que decía tonterías. Era Paul. El amigo que dedicó las palabras más sensibles y adoptó las más certeras.
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Era Paul, que no se atrevió a deshonrar un centímetro la imagen del mítico caballero de los cuentos. El ente mágico que tuvo la osadía de detener el tiempo, de congelar la realidad y crear un momento, de apoderarse de los sonidos y los colores, y regresárnoslos nuevecitos, naciendo segundo a segundo frente a nuestros ojos y oídos, para nuestros ojos y oídos.
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Era Paul, Sir Paul, y desde esa noche, como a muchos, muchísimos otros, se me llenan los ojos de lágrimas y se me congela el cuerpo, con sólo pensar en el señor McCartney.