Dulceácido

Sofía y Gretel eran pequeñas, muy pequeñas. Todavía vivían juntas dentro de una cuna de madera clara en el cuarto de sus padres. Una noche, ellos se fueron y jamás regresaron.

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Sofía y Gretel dormían profundamente, apenas y se dieron cuenta de su partida. Para cuando despertaron ya eran mayores y no tenían recuerdos de las cosas que habían ocurrido en sus vidas antes de esa noche.

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La casa de Sofía y Gretel era grande muy grande, con enormes paredes de roble oscuro, brillantes pisos de pino y cortinas de seda tan azules que parecían cascadas de agua fresca resbalando por aquí y por allá.

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La primera mañana la recorrieron toda, de punta a punta, poco después de un buen desayuno. Apenas y tuvieron la oportunidad detenerse unos minutos en cada una de las habitaciones, para empaparse de la decoración y aspirar el aroma natural de cada pieza.

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Todo parecía tan familiar, tan sencillo, tan suyo, tan libre de peligro que no sintieron miedo, a pesar del silencio que se extendía, brevemente interrumpido por el crujido que causaban sus jóvenes piecitos al explorar con creciente curiosidad las posibilidades que los variados escenarios se atrevían a ofrecerles.

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Sofía y Gretel se levantan temprano, comen pan con mermelada de frambuesa y beben leche de guayaba. Se sientan junto a la ventana y cierran fuerte los ojos para imaginar la brisa. Pasan horas sentadas, mirándose con sus ojos cafés. No entienden nada, pero a veces son felices.